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ORIENTE MEDIO. SIGLO XIX


El expolio de Oriente (II). Mesopotamia


Arqueología y política durante el siglo XIX


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MAR

2023

05
Publicado el 05 MAR 2023

n 1872, un empleado del British Museum sostenía delicadamente entre sus manos una tablilla de arcilla que había sido cocida 2500 años atrás. Sus dimensiones, apenas más grandes que las de su mano, presentaban el aspecto penoso que se deriva de una historia accidentada en la que el tiempo, la geología y, con toda seguridad, sucesos debidos a la actividad humana de naturaleza azarosa o deliberada, habían modelado dando a su aspecto la forma desfigurada que presentaba en ese momento. Con todo, su atención se centró en la multitud de signos que semejantes a huellas de insectos cubrían su superficie. Estos símbolos, advirtiendo a su ordenada disposición, proporcionaban al conjunto una apariencia de armonía y una belleza íntima, incluso para la mirada profana.


No obstante, el científico, sabe que las incisiones nos revelan algo. Con el ojo educado busca semejanzas entre los signos, eso que en la jerga se llaman joins, es decir, patrones que se repitan, busca ciertas conexiones insólitas, un orden oculto en el desorden aparente en el que se advierta una coherencia, es decir un mensaje. Examina la piedra, línea a línea, columna a columna, reconociendo caracteres, palabras, quizás  frases veladas cuyo significado inequívoco se revela algo más adelante, hasta darle forma en la sustancia lógica que el autor quiso contarnos:


"Seis días y siete noches
sopla el viento del Diluvio, la tempestad arrasa la tierra.
Al llegar el séptimo día, la tempestad del Diluvio
empezó a amainar en su ataque,
ella, que se había revuelto como una mujer en parto.
El mar se calmó, se apaciguó la tempestad y cesó el Diluvio.
Abrí uno de los tragaluces y el aire rozó mi rostro,
observé el tiempo, por todos lados había silencio,
todas las gentes se habían vuelto barro,
el paisaje aparecía uniforme, como un tejado plano.

Hice salir una paloma que quedó libre,
la paloma emprendió el vuelo, pero regresó;
como no había encontrado donde posarse, por eso volvió.
Hice salir una golondrina, que quedó libre,
como no había encontrado donde posarse, por eso volvió.
Hice salir un cuervo, que quedó libre,
el cuervo emprendió el vuelo y, viendo que las aguas habían bajado,
comió, revoloteó, graznó y ya no volvió.
Entonces dejé que todo saliera a los cuatro puntos cardinales
y ofrecí un sacrificio"

La leyenda apócrifa dice que el traductor, tras un instante de incredulidad por lo que acababa de leer, salió disparado del humilde cuarto del Bristish Museum que le servía de estudio y trastornado por completo, empezó a correr por todos lados presa de la euforia mientras, para asombro de sus compañeros de departamento, al fin y al cabo, partícipes de la moral victoriana y poco acostumbrados a ese tipo de expansiones, se desnudaba hasta quedar casi en cueros. No era para menos, ese comportamiento excéntrico procedía de un hecho extraordinario, casi una quimera para alguien como George Smith: un ignoto asistente de departamento del museo descubrir la primera descripción de Diluvio, sorprendentemente similar al Génesis y en una tablilla escrita siete siglos antes de Cristo era algo insólito.

 

El efecto de este descubrimiento fue sorprendente en una opinión pública británica, sumida en un apasionado debate (extravagante para la mentalidad actual) entre el creacionismo y el evolucionismo.
Estas dos concepciones ontológicas del mundo ya fueron señaladas por Isaac Newton un siglo antes: la que creía en la literalidad de la providencia divina para explicar nuestro lugar en el Universo, y la que concebía la realidad como un todo más o menos ordenado y regido por leyes naturales. Newton, quizás el científico más importante de la historia, a pesar de escribir más comentarios bíblicos que trabajos de ciencia («Tengo una creencia fundamental en la Biblia como la Palabra de Dios, escrita por hombres que fueron inspirados. Yo estudio la Biblia a diario»), se puso, naturalmente, de lado de los creacionistas. Y como él, gran parte de la comunidad científica de su época.

Tuvo que llegar 1859, con la publicación de El Origen de las Especies por Charles Darwin, para poner en duda certezas y teorías basadas en oscuros mitos y leyendas que hasta entonces se consideraban poco menos que infalibles. El rápido éxito social de la teoría de Darwin provocó la reacción no solo de algunos importantes teólogos, sino también por aquella parte de la comunidad académica dominada por el dogma. Estos veían en el darwinismo una puerta abierta a teorías materialistas, concretamente al Materialismo Histórico («no es el espíritu el que determina la historia, sino las relaciones económicas y los modos de producción de la sociedad»); en otras palabras, lo que se ve, lo que se toca, lo que se siente, eso es lo real, perturbadora tesis preconizada por dos sujetos peligrosos, Karl Marx y Friedrich Engels, que darían mucho que hablar a partir de entonces.

Por tanto, armados por una fe inquebrantable en la literalidad de las Escrituras y, probablemente, persuadidos por el hecho de que se empieza negando la Biblia y se termina encaramado en lo alto de una barricada, se afanaron por buscar restos que corroboraran el relato bíblico. Esta actitud se sustanció en la llamada Arqueología Bíblica, corriente que viviría en aquel momento su período de mayor gloria.

Los periódicos se hicieron eco de la noticia desde el primer momento, convirtiendo a George Smith en un personaje conocido por el gran público. Respecto a la opinión de las instituciones académicas y de las personas influyentes que copaban estas instituciones, ese era ya otro asunto. A fin de cuentas, era un científico autodidacta, sin una educación que diera lustre a su currículum, ni tampoco provenía de una familia opulenta, esa azarosa pátina social que proporcionaba un buen nombre y unas adecuadas relaciones sociales: solo un oscuro empleado del museo cuya única ocupación hasta ese momento había sido grabar billetes de banco para una imprenta.

En su descargo, pensaba en lo provechosas que fueron las pausas del almuerzo pasado en el British Museum, felices momentos de ayuno empleados copiando de pie las tablillas de las vitrinas o, posteriormente, los años en el mohoso despacho del Museo, vocacionales y estoicos, que alumbraron inscripciones únicas en la historia. En una sociedad como la victoriana, rígidamente jerarquizada, no existían atajos. Sin embargo, algunas veces ocurre que el interés se cruza con el talento dando lugar a pasos de gigante.


Ahora sabemos que la tablilla en cuestión era deudora de una tradición muy anterior. La primera lengua escrita con caracteres cuneiformes fue la sumeria, de tipo aglutinante; su cultura se remonta a una antigüedad de entre 3750 y 3150 a. C., es decir, una época que, exagerando, en Europa el mayor logro fue el hacha pulimentada. Desde ese momento hasta el colapso de las civilizaciones asirias (610 a.C) y babilónicas (alrededor del 500 a.C), Sumer, ya mucho tiempo atrás desaparecido como Estado, no fue olvidado y su cultura quedo anclada en el imaginario colectivo de estos pueblos como inspiración y memoria.

Las primeras ciudades, los primeros códigos legales, la rueda, una doctrina de creencias, la escritura, naturalmente y, una tradición de leyendas y mitos, que se trasladaron primero de modo oral, luego, a lo largo de cientos de años de forma escrita. Estos mitos, anteriores a la historia, son el resultado de infinidad de relaciones culturales a lo largo de generaciones, fueron moldeadas por la dispersión geográfica a través de todo Oriente Medio, dando lugar a la multiplicación de variantes.


Los mitos que dieron paso a los descubrimientos

En 2320 a.C, murió un rey poderoso en la ciudad de Kish. Este, de origen humilde, se había hecho con el poder y, más tarde, creado un imperio que se extendía desde el Mar Arábigo hasta las costas del Mediterráneo. Su existencia dejó una marca profunda en la memoria de los pueblos de Mesopotamia; esta era tan honda que llego a convertirse en mito: una fábula que se contaba alrededor del fuego del hogar y que, llegado el momento, consideraron importante escribirla para perpetuarla:

Sargón, el poderoso rey, rey de Agadé, soy yo.
Mi madre fue una sacerdotisa, a mi padre no lo conocí.
Los hermanos de mi padre amaron las colinas.
Mi ciudad es Azupinaru, ubicada en las orillas del Éufrates.
Mi madre sacerdotisa me concibió, en secreto me dio a luz.
Ella me puso en una canasta de juncos, con betún selló mi tapa.
Ella me echó al río, el cual no se elevó sobre mí.
El río me condujo hasta Akki, el depositario del agua, me recogió cuando él sumergió su jarro.

Akki, el depositario del agua, [me tomó] como su hijo y me apoyó.
Akki, el depositario del agua, me nombró su jardinero.
Mientras yo fui su jardinero, Ishtar me concedió su amor,
y por cuatro y […] años yo ejercí el reinado.

Si nos fijamos en el texto vemos algunos aspectos interesantes: de descendencia ilegítima, su madre, para no ser descubierta, lo puso en una canasta de juncos y lo arrojó al río. Una persona de la corte lo encuentra y lo adopta, siendo bendecido y protegido por la divinidad hasta alcanzar el trono.

Mil años después de la muerte de Sargón, alrededor de 1280 a. C., nos encontramos de nuevo con otro mito, en un lugar geográfico tan alejado como Egipto, de un niño famoso salvado de las aguas en una canasta y predestinado a salvar a su pueblo. El mito de Moisés, parte de un suceso doméstico, quizás cotidiano en su crueldad y, desde luego, nada extraordinario cuando lo comparamos con el mito del Diluvio, pero ambos parten de un recuerdo ancestral que se pierde en la memoria de pueblos separados por una enorme distancia moderada por el paso del tiempo y la tradición oral.

A veces, los mitos, como ocurre con la Biblia, trascienden su propio origen y se convierten en un viaje emocional. En el caso de la Epopeya de Gilgamesh, un viaje iniciático, una biografía mitológica en algunos casos, en otros una aventura íntima que explora al ser humano con las mismas angustias y limitaciones de su condición, planteándose las preguntas que han obsesionado siempre a la humanidad: ¿Qué es realmente la vida?, ¿cuál es el significado del amor?, ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Cómo podemos conducirnos ante la brevedad de la vida y su incertidumbre?, ¿cómo actuamos frente a la pérdida?… Lógicamente, no es un libro de autoayuda, y no da respuestas concretas a preguntas que no la tienen, a cambio, sabiamente, nos da un consejo común a todos los tiempos, lugar y condición: disfruta de los placeres simples de la vida, como la compañía de los seres queridos, la buena comida y, … la ropa limpia.

Las aventuras de Gilgamesh y sus muy humanas aspiraciones fueron apreciadas durante dos mil años, copiada infinidad de veces en sumerio y acadio, terminaron, en el mejor de los casos, guardadas en los archivos de un santuario, o en bibliotecas reales, reunidas bajo el patrocinio de los soberanos y dirigida por una élite intelectual ávida de referencias culturales.

“Busca y envíame cualquier extraña tablilla de la que tengas noticia y que no exista en Asiria. ¡Nadie ha de ocultarte tablillas! Y si hay alguna tablilla o ritual que no te he mencionado y crees que es buena para mi palacio, cógela y envíamela”

Este fragmento de una carta que ha llegado hasta nuestras manos es un testimonio de esa rara práctica de fundar una biblioteca que reuniera todo el conocimiento y la cultura de la época. En este caso, un requerimiento explícito del rey asirio Ahsurbanipal a un enviado, expresando, de manera imperativa, su genuino interés por completar el archivo.

Se han hecho estudios sobre los fondos de esta biblioteca, siempre arriesgados y de naturaleza especulativa, pero descartando documentos administrativos y económicos, se estima que la Biblioteca de Ashurbanipal tendría quizá entre 1000 y 1200 obras diferentes, entre ellas, la Epopeya de Gilgamesh. El Imperio Asirio y con él esta obra, cayeron en el olvido, siendo, literalmente, enterrados por la arena del tiempo hasta ser puestos a la luz 2.450 años después.

El 4 de diciembre de 1872, solo unos meses después del descubrimiento, George Smith, pronunció las siguientes palabras: «He descubierto hace poco entre las tablillas asirias del Museo Británico un relato del Diluvio que, por consejo de nuestro presidente, presento ahora a la Sociedad». La institución a la que se refiere sería la Sociedad de Arqueología Bíblica, un organismo que oportunamente presidía su responsable directo en el Museo, Samuel Birch, promotor del proyecto y entre cuyos mecenas se encontraban lo más granado de la arqueología institucional, empresarios calculadores y políticos perspicaces. En representación de la primera categoría se contaba la presencia de Sir Henry Rawlinson, distinguido lingüista que había acogido en su regazo a Smith en el lenguaje cuneiforme; competente soldado e influyente diplomático, era también Crown Director de la Compañía de las Indias Orientales, dueña de un subcontinente entero, y por entonces la corporación más poderosa del mundo, lo cual le otorga también una espléndida representación del sector comercial británico. La terna la completaba, por todo lo alto, el primer ministro, William Gladstone, liberal, de un carácter menos militarista que su antecesor, el conservador Disraeli, un colonialista genuino frente a los melindres morales de Gladstone, cosa que no impidió que este último indujera una intervención militar en Egipto que significó su ocupación hasta prácticamente 1956.

Estos asistentes, como el resto, estaban interesados por el descubrimiento, aunque, en la mayoría de los casos, tal vez no tanto por la asiriología y la Epopeya de Gilgamesh, como por la certidumbre qué para una fe anglicana suponía confirmar lo relatado en el Génesis por otra fuente y, por encima de todo, la permanencia del prestigio de Gran Bretaña, su influencia y la salvaguarda de sus “intereses eternos”.


En el siglo XIX, el Imperio Británico se había convertido en una potencia global y sus colonias, protectorados y mandatos tenían presencia en los cinco continentes. Bajo la sombra del mástil de la Unión Jack brotaban de modo inmediato plantas extrañas al territorio como el funcionario, cabeza visible del Imperio, pero también el comerciante y el científico. Estos dos últimos, íntimamente ligados y con una relación simbiótica con el Estado: en el primer caso, las grandes compañías comerciales (de las Indias Orientales, Occidentales, la Británica, de África Oriental, del Norte de Borneo, etc.) que abrían nuevos mercados; y en el segundo, por las Sociedades Geográficas y, sobre todo, por el British Museum (cuyo patronato y financiación eran dependientes del Gobierno). El Museo, fiel a su filosofía de colección de antigüedades, era un colorido muestrario de restos dispares llegados de todas las latitudes, semejante a la trastienda de un anticuario pero con mármoles veteados. En este sentido, al igual que el Museo de Louvre, asimismo museo de antigüedades, celebraba el Imperio como el territorio simbólico de las glorias decimonónicas y su tenaz presencia planetaria.

Con permiso de Elgin y sus frisos atenienses, indiscutible vedette del Museo, estaba a punto de salirle un serio competidor que, para dar más morbo al asunto, llegaba cargado de referencias bíblicas, con Mesopotamia, en los actuales Iraq y Siria, como escenario y estimulados por lecturas literarias, en algunos casos pertenecientes ámbito de las convicciones y en otros a la tradición clásica:


“Y se levantó Jonás, y fue a Nínive conforme a la palabra de Jehová. Y era Nínive ciudad grande en extremo, de tres días de camino. Y comenzó Jonás a entrar por la ciudad, camino de un día, y predicaba diciendo: De aquí a cuarenta días Nínive será destruida”
(Jonás 3:3-4)

Nínive, la legendaria capital de los asirios que tras su época de gloria había desaparecido sin dejar rastro, salvo tal vez, algún contorno reconocible por algún viajero clásico como Jenofonte, quien como partícipe en la expedición de Ciro en la denominada Marcha de los Diez Mil pasó por el territorio que una vez fue Asiria solo dos siglos más tarde:

“Desde allí recorrieron, en una etapa, seis parasangas (seis leguas) hasta una muralla desierta, grande, situada junto a una ciudad. El nombre de la ciudad era Mespila (Nínive); en otro tiempo la habían habitado los medos. Los cimientos de la muralla eran de piedra pulimentada, incrustada de conchas; tenía cincuenta pies de ancho y cincuenta de alto. Sobre ésta se había construido una muralla de ladrillos de cincuenta pies de anchura y cien de altura. Seis parasangas medía el perímetro de la muralla”
(Jenofonte, Anábasis, Libro III, 4:6-12)

Una esforzada competencia se desató entre Francia y Gran Bretaña por descubrir y hacerse con los vestigios de la ciudad. No obstante, al igual que había sucedido en Egipto, su emplazamiento se encontraba en territorio controlado por el Imperio Otomano, lo que supuso, replicar los soberbios resultados del país del Nilo en la zona entre el Tigris y el Éufrates, es decir, dejar la tarea en manos de agentes ocultos bajo una coartada diplomática, cuyos representantes más ilustres fueron Emile Botta y su némesis, Henry Layard.

Las esfinges aladas de Nínive

En 1844 un campesino se presentó ante el consulado de Francia en Mosul. Insistía en ver al francés que buscaba ladrillos con inscripciones. Sabía por otros que los franceses pagaban bien por indicarles dónde podían encontrar trozos de arcilla cocida, material de desecho, que ellos, desde tiempos remotos, utilizaban como simple material de construcción. El cónsul le recibió sin apenas levantar la mirada de los documentos que tenía en su escritorio: otro árabe charlatán, pensó. El individuo comenzó a explicarse en una jerga apenas inteligible, una confusa mezcla de kurdo aderezado de términos turcos acompañados, tal vez para dar más verosimilitud a la jerigonza, con gran profusión de gestos y expresiones con los brazos. A pesar de su vehemencia, el cónsul no creyó ni una palabra. Demasiadas veces había sido objeto de informes falsos de los indígenas. Le señaló la puerta como dando por concluida la conversación, pero el otro insistía una y otra vez ¿No quería ladrillos con signos? Pues bien, en su pueblo, Khorsabad, a cinco horas de mula, los había por todos lados. El mismo había utilizado estos materiales para construir su propio horno. Con desgana y para quitárselo de encima, el cónsul hizo que algunos de sus trabajadores acompañaran al campesino hasta el lugar de partida y ya le dirían ellos hasta qué punto era cierto lo que decía.


Paul Emile Botta había llegado a Mesopotamia en 1843 con la misión de encontrar los restos de Nínive. Su nombramiento de cónsul de Francia en Mosul, un año antes, había sido creado expresamente para él por las más altas autoridades francesas.

CRONOLOGÍA

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